La relación entre el Príncipe Harry y su abuela, la Reina Isabel II, siempre se presentó ante el mundo como un vínculo especial, casi inquebrantable. Él era el nieto rebelde, el que arrancaba sonrisas a la monarca con su espontaneidad y su carácter desenfadado.
Un favoritismo que parecía perdonarlo todo. Sin embargo, las paredes de palacio guardan secretos y tensiones que, con el tiempo, han comenzado a salir a la luz, demostrando que el punto de quiebre en su idílica conexión se produjo mucho antes de lo que el público imaginaba.
Los preparativos de una boda, un evento que debería ser sinónimo de alegría y unión, se convirtieron en el inesperado campo de batalla que sembró la semilla del distanciamiento. Lejos de ser un camino de rosas, la organización del enlace entre Harry y Meghan Markle en 2018 destapó las primeras grietas serias en la estructura de la Casa Windsor.

Una conversación de diez minutos que lo cambió todo
La información, que arroja una nueva y sombría luz sobre aquellos días, proviene de una fuente de toda confianza: Lady Elizabeth Shakerley, prima de la reina y reputada organizadora de eventos de la alta sociedad, fallecida en 2020. En una conversación privada con la periodista Sally Bedell Smith, Lady Elizabeth confesó el profundo disgusto que sintió la soberana tras un episodio concreto con su nieto.
Según su testimonio, el Príncipe Harry fue "sorprendentemente grosero con su abuela durante diez minutos" a cuenta de los planes de la boda. La causa del enfado del duque de Sussex no ha trascendido en su totalidad, pero la reacción de la monarca fue de pura consternación.
Isabel II, la figura más respetada de la monarquía, se sintió ninguneada y dolida por no haber sido consultada en decisiones clave para un evento de tal magnitud. "Me impactó mucho cuando la Reina me lo contó", llegó a admitir Lady Elizabeth, reflejando la gravedad del momento.

El protocolo roto y la desconfianza creciente
El malestar de la reina no se debía a un único exabrupto. Fue una acumulación de gestos que interpretaba como una flagrante falta de respeto al protocolo y a la institución que ella representaba. Uno de los puntos más conflictivos fue la decisión de Harry de pedir directamente al Arzobispo de Canterbury que oficiara la boda, pasando por alto al Decano de Windsor, la figura que tradicionalmente tiene esa potestad en la Capilla de San Jorge. Este movimiento, realizado sin previo aviso, fue visto como una ruptura deliberada con la tradición y un desafío a la autoridad.
A esta tensión se sumaron otros detalles que, aunque menores en apariencia, contribuían a enrarecer el ambiente. Poco antes del enlace, Harry y Meghan tomaron el té con la reina. Con la curiosidad propia de una abuela, Isabel II quiso conocer los detalles del vestido de novia.
Sin embargo, Meghan Markle optó por mantener el secreto, una decisión que, si bien puede parecer personal, en el contexto de la realeza fue interpretada como un nuevo gesto de desconfianza y un intento de la pareja por controlar cada aspecto de su narrativa, al margen de las costumbres familiares.

La actitud de Meghan chocó frontalmente con la personalidad y valores de Isabel II. La creciente rivalidad entre Meghan y Kate Middleton, que ya era un secreto a voces en palacio, tampoco ayudaba a calmar las aguas.
Estos desencuentros no fueron hechos aislados, sino los primeros temblores que anticiparon el terremoto del "Megxit". Las grietas que aparecieron durante la planificación de la boda se hicieron cada vez más profundas, evidenciando un choque de visiones entre el deseo de independencia de los Sussex y el peso de una tradición milenaria. La imagen de unidad que se proyectó al mundo aquel 19 de mayo de 2018 ocultaba una fractura interna que ya parecía irreparable.