Barcelona no se detiene. Cambia, se transforma, se moderniza... y, en ocasiones, olvida. En sus calles históricas, los carteles de “es lloga” o “es traspassa” ya no sorprenden. Muchos negocios emblemáticos han desaparecido sin apenas dejar rastro, llevándose consigo retazos de identidad y memoria colectiva. Especialmente en barrios como el Raval, donde cada cierre parece una pequeña derrota para los vecinos que todavía creen en el comercio de proximidad.
En este contexto, los relatos de resurrección son tan escasos como valiosos. Y aún más cuando no vienen de grandes grupos ni inversores con fondos detrás, sino de personas corrientes que, con un sueño entre manos y un horno encendido, deciden desafiar la lógica de los tiempos. Aunque, claro está, no todo comenzó con una decisión firme ni con un plan de negocio meditado. A veces, las historias más dulces empiezan con una coca de Sant Joan.

Una despedida inesperada
Una mañana cualquiera de junio, una joven acudió a su pastelería de toda la vida para hacer un encargo. Todo parecía estar en orden: el escaparate repleto de delicias, el ambiente habitual, la conversación amable al otro lado del mostrador. Sin embargo, solo unas semanas después, el rumor se hizo noticia: el local había bajado la persiana. Definitivamente.
Lo que sigue a continuación podría haberse limitado a una anécdota triste, a una publicación más en redes sociales lamentando la pérdida de otro pedazo de ciudad. Pero algo cambió. La llamada de una extrabajadora a su antigua jefa abrió una puerta inesperada. Una puerta que llevaba cerrada solo unos días… y que estaba a punto de abrirse de nuevo, con más fuerza que nunca.

Juventud, pasión y tradición
Detrás de esta historia hay dos nombres: Anna y Judit. Amigas desde la ESO, jóvenes, con poco más de 25 años, y con algo en común más allá de su amistad: ambas habían comenzado su vida laboral entre vitrinas llenas de pasteles y croissants. Una había estudiado pastelería, había trabajado en Irlanda y en el Eixample; la otra, curiosamente, venía del mundo de la Física. Pero las dos compartían un anhelo: volver a dar vida a aquel lugar que les había enseñado lo que era trabajar con las manos y con el corazón.
Sin grandes recursos ni apoyos institucionales, pero con determinación, lograron recuperar las llaves del local en octubre. Un mes más tarde, los hornos volvían a encenderse. Los croissants, los tortells de nata, los braços de gitano y hasta los bunyols de vent regresaban a sus vitrinas originales, en un local que conserva el mobiliario histórico y un horno de gas que aún guarda el alma del pasado.
Un renacer con sabor a historia
Hoy, esas manos vuelven a amasar, hornear y servir en un rincón especial del carrer Nou de la Rambla. Lo hacen en un espacio que huele a canela, historia y orgullo. Pero también a celebración.
Porque sí: contra todo pronóstico, ese pequeño local del Raval cumple este año doscientos años. Y gracias a la iniciativa de dos jóvenes valientes, La Estrella, la pastelería más antigua de Barcelona, vuelve a brillar con luz propia. Una proeza en una ciudad que, por fin, tiene una noticia dulce que celebrar.