La imagen es sencilla y, a la vez, incendiaria: aguas azules, calma de agosto y una cubierta impecable. La reina Camilla reapareció lejos de los jardines ingleses y más cerca del Egeo, en un plan privado que ya corre por redes y páginas de sociedad. El nombre del barco, tomado de una soberana del siglo III, añade un guiño histórico que no apaga el ruido. Lo alimenta.
Antes habían sido flores y saludos. A finales de julio, Camilla y Carlos visitaron el Sandringham Flower Show, uno de los actos más queridos por la realeza británica y por el público local. Dos semanas después, las cámaras cambiaron de escenario. Y la conversación, de tono.
Un verano en Grecia que reabre el debate sobre la neutralidad de la Corona
Camilla fue fotografiada en Grecia disfrutando de un día de mar a bordo del superyate Zenobia. La exclusiva, atribuida inicialmente a la prensa británica, encendió una discusión conocida: ¿es compatible la estricta neutralidad política de la Casa Real con aceptar la hospitalidad de grandes donantes y figuras influyentes? Medios y crónicas de sociedad sitúan el valor del barco entre 30 y 40 millones y subrayan el componente simbólico del gesto en plena crisis del coste de la vida en Reino Unido.

Carlos III no la acompañó en este viaje. Su agenda lo situaba al norte, en Escocia, donde presidió los Mey Highland Games como chieftain del evento. La coincidencia temporal reforzó la lectura política y de imagen: reina de vacaciones de lujo, rey en kilts entre el público. La diferencia de planos habla por sí sola.
El Zenobia es un clásico de la industria alemana de superyates. Mide 57 metros de eslora, aloja hasta 12 huéspedes en seis suites y navega con una tripulación de 13 a 15 profesionales. El diseño exterior lleva la firma de Donald Starkey y el interior se atribuye a Alberto Pinto, referencias habituales en este nivel de lujo.
Wafic Saïd, el dueño del barco, y la incomodidad de un invitado con pasado político
El propietario del Zenobia es Wafic Saïd, empresario sirio-saudí y filántropo con larga presencia en la esfera británica. Su nombre está ligado a la Saïd Foundation y, sobre todo, a la Saïd Business School de la Universidad de Oxford.
También a donaciones y relaciones con el Partido Conservador, una hemeroteca que vuelve cada vez que su apellido entra en la narrativa real. El retrato público incluye su papel como facilitador del polémico acuerdo Al-Yamamah en los años ochenta. No es un desconocido ni en la política ni en la alta sociedad.
En términos de fortuna, Saïd figura de forma recurrente en el Sunday Times Rich List con una estimación cercana a los dos mil millones de libras. Ese dato alimenta la crítica sobre la oportunidad del plan de Camilla, más aún cuando Buckingham intenta proyectar moderación presupuestaria en tiempos de estrecheces. La cuestión no es legal. Es estética y de criterio.
Desde Londres, los cronistas reales recuerdan que la monarquía debe mantenerse escrupulosamente al margen del juego partidista.

En esa clave se leyó la exclusiva: aceptar la invitación de un viejo aliado tory “no da buena imagen”, resumían columnas británicas que citaban la neutralidad como principio rector. Camilla, por su parte, fue descrita con look estival y actitud relajada, como en cualquier descanso privado. La polémica no entró en la cubierta. Estalló fuera.
Queda el contexto inmediato. Dos semanas antes, Carlos y Camilla compartieron sonrisas entre begonias y aficionados a la jardinería en Sandringham. Luego, agendas separadas. Él, tradición escocesa con kilt y premios. Ella, un fondeo tranquilo en una bahía griega. El contraste alimenta titulares porque condensa el eterno dilema real: protocolo, percepción y política, aunque nadie pronuncie la palabra.