Como este año he decidido reconectar conmigo misma y con aquello que me apasiona, hace unos días fui a la Universitat de Barcelona. Quería informarme sobre el examen del nivel C2 de catalán, puesto que había estado estudiando de esta institución y no sabía si me podían facilitar examinarme. También quise saber si podía asistir como oyente a alguna clase.
La respuesta fue un no rotundo. Me dijeron que “esto” ya no se hacía desde hacía tiempo y no mencionaron que se trataba del Decreto 534/2024. La frialdad con que se gestionó la conversación me dejó desconcertada. Salí indignada. Ver como se me cerraba una puerta en las narices con una negativa tan seca y definitiva me hizo pensar: ¿cuando dejó de ser el conocimiento un derecho por devenir un privilegio reservado a quien puede pagar?
Nota: el Decreto 534/2024, aprobado por el Govern de la Generalitat de Catalunya, establece nuevos criterios de seguridad, aforo y regulación del acceso a las aulas universitarias. Entre otros de otras medidas, restringe la entrada a personas no matriculadas oficialmente, suprimiendo la posibilidad de asistir como oyente libre en las clases presenciales. Esta medida ha sido justificada por razones de “control administrativo, calidad docente y optimización de recursos”, a pesar de que ha sido criticada por varios sectores para limitar el acceso libre al conocimiento.

Este episodio, que podría parecer anecdótico, es en realidad un síntoma de una deriva más profunda. La universidad, a pesar de llamarse pública, cada vez está más lejos de serlo en sentido real. Desde aquel día decidí informarme mejor y descubrí que esta restricción no es fruto de una decisión puntual, sino que está regulada por el Decreto 534/2024. Esta normativa restringe el acceso libre en las aulas a personas no matriculadas.
Importancia del conocimiento como crecimiento personal
El conocimiento, que tendría que ser patrimonio común, queda reservado a quien puede pagar una matrícula. Y, a menudo, pagar no asegura calidad. Poniendo la excusa de la seguridad, el control de aforo o la calidad docente, se cierran las puertas a personas que quieren aprender por el simple placer de saber.
Y lo más grave es que lo hace una institución que se define como “pública” y que recibe financiación del Estado con el fin de garantizar el acceso a todo el mundo. Es pertinente recordar que el concepto “universidad” proviene del latín universitas, que significa “conjunto” o “totalidad”. Esta palabra remite a la idea de un saber universal, compartido e integrador. Una institución que excluye personas interesadas a formarse sin ninguna pretensión académica formal contradice el sentido mismo de su nombre.
La universidad, tal como funciona hoy, se aleja de estos valores. Si restringe el acceso a aquellos que no pueden pagar o que no buscan un título, quizás ya no tendría que usar los términos “pública” ni “universal”. El que hace falta es un cambio de paradigma: volver a concebir el conocimiento como un derecho colectivo, y no como un recurso mercantilitzable.

Este episodio no es un caso aislado. Forma parte de una tendencia creciente en que valores como el acceso libre, el pensamiento crítico o la educación desinteresada se van erosionando lentamente. Mientras tanto, la sociedad se anestesia en base de entretenimiento banal, alarmismo mediático y una falsa sensación de libertad.
Silencio de las administraciones
La prensa, en lugar de poner el foco en los recortes de derechos o en la exclusión educativa, llena titulares con escándalos insignificantes, miedo prefabricado y especulación. Parece que el conocimiento no es bastante rentable como para merecer atención.
La lógica de mercado ha penetrado a las instituciones educativas. Quién puede pagar, accede a titulaciones, recursos y servicios. Quien no, queda excluido. Las universidades actúan según criterios de rentabilidad. La proliferación de másteres y posgrados de precios elevados, a menudo más caros que un doctorado, es una prueba. La enseñanza se convierte una inversión, y el saber, un producto.
Ahora bien, ante este escenario, hay que deshacer una confusión interesada: ser oyente no compite con los estudiantes oficialmente matriculados. No interfiere en sus evaluaciones, no obtiene títulos ni certificaciones, no recibe atención tutorial. Solo escucha, aprende y respeta el ritmo del curso. Y aun así, se le cierran las puertas. Algunos pueden preguntarse: ¿qué ganan, pues, los que sí que pagan?
La respuesta es clara: ganan exactamente aquello por el que han pagado —títulos, acreditaciones, servicios y reconocimiento institucional. El oyente no los saca nada. No hay competencia, ni invasión, ni perjuicio.
Además, en una sociedad donde muchas aulas permanecen parcialmente vacías, es difícil entender que no se pueda hacer espacio en una persona que quiere formarse sin ánimo de lucro. Esta exclusión no solo es innecesaria, sino simbólicamente devastadora.
Reivindicar la apertura de aulas no saca nada a nadie. Al contrario, devuelve sentido a las palabras “pública” y “universidad”. Una sociedad que limita el saber es una sociedad que renuncia a pensar, y a la larga, a transformarse. Abrir las aulas también es abrir los ojos.